Relato 277
A veces tomamos decisiones que más que opciones son un salto al vacío.
Un salto del que no tienes la más mínima certeza de encontrar una red al caer,
un colchón o un algo que por diminuto que sea amortigüe la caída.
Y aún así, saltas.
Es en el momento de mayor vértigo,
cuando ves que no caes,
que no tocas fondo,
que la caída no cesa y por el contrario, sientes el empuje de la gravedad arremeter contra tu estómago,
lo encoge y lo estrangula hasta oprimirlo con fuerza en un puño.
Ahí.
Ahí, cuando la velocidad invade cada célula de tu cuerpo...
Ahí es cuando sabes cuánto va a doler.
Y sin embargo, es tan sólo una aproximación, una ligera idea,
un error de cálculo, por que si algo tienen los cambios es lo sorpresivo de su novedad.
Ninguno igual al anterior.
Saltos, decisiones, giros inesperados, cambios de guión y de repente todo al traste, el plan original, el imaginado,
aquel tan idealizado...
ese futuro (im)perfecto.
Finalmente caes.
Y te recoge un río...
te dejas arrastrar por su corriente viva.
Y ese río no es otra cosa más que tu propio cauce, que no cesa;
que no se estanca, que no se para,
que no se detiene,
porque no quiere y porque no puede;
Es tu río,
que sale a tu encuentro,
que te mece y cura,
que te sala y salva.
Es la esencia pura de la vida misma,
el empuje de inercia que aún en catarsis extrema de lágrima pura
te hace avanzar.
Es tu viaje a Oz,
tu voz, la de siempre, aquella que dice:
“Sigue el camino de baldosas amarillas”
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